
Jaime Rosales
53 añosPremios: 1 Goya Ver más
Una mirada moral
Si algo caracteriza al cine de Jaime Rosales es su perspectiva ética. Películas con personajes cuyos actos tienen consecuencias y de los que son responsables. Hasta detrás de los “animales” de ETA hay personas, como nos recuerda en Tiro en la cabeza.
Jaime Rosales nació en Barcelona el 2 de enero de 1970. Con su barba y aspecto formal, y las explicaciones serias que da en las entrevistas de su cine, uno diría que es licenciado en filosofía o algo así, pero lo cierto es que su titulación universitaria la tiene en ciencias empresariales en ESADE. Aunque no le falta la formación específica en las técnicas y estética del Séptimo Arte, pues a partir de 1996 pasó tres años en Cuba disfrutando de una beca para estudiar en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Baños, más otra temporadilla en 1999 en la Australian Film Television and Radio School Broadcasting Enterteinment de Sidney, Australia.
A su regreso de estas estancias en el extranjero, Rosales comienza a trabajar como guionista de cine y televisión, pero cada vez tiene más claro que tiene un mundo interior propio, y una visión de las cosas que quiere expresar en forma de películas a compartir con el espectador. De modo que en 2000 funda con José María de Orbe la productora Fresdeval Films, con la que sacará adelante sus proyectos y aquellos de otros que le parece que vale la pena apoyar; ellos mismos destacan de la compañía “una definida vocación hacia proyectos de alta calidad artística basados en una mirada original sobre temas de interés social, humano y cultural”.
Su primer largometraje, Las horas del día (2003) no pasa desapercibido y es seleccionado para la prestigiosa Quincena de Realizadores de Cannes. El protagonista, Abel, un tipo de apariencia apocada que cuida a su madre postrada en la cama, esconde el triste alma enferma de un asesino, sin razones aparentes para matar, a no ser el hastío interior que propicia el entorno social donde se desenvuelve.
Van a pasar cuatro años hasta que Rosales entrega su siguiente film, Las horas del día, pero sin duda que da la campanada al ganar contra pronóstico el Goya a la mejor película, desbancando a El orfanato, la favorita a ese premio. De nuevo repite estilo sosegado e introspectivo, que se toma su tiempo en la descripción de personas, a las que muestra de un modo que las retrata muy bien, actuando. A modo de un Robert Bresson o un Yasujiro Ozu, cineastas que declara admirar, maneja perfectamente el tempo narrativo, los silencios y los fueras de campo, e incluso utiliza con originalidad la división de pantalla, todo para narrar las andanzas de una serie de personajes urbanos corrientes y molientes, inmersos en los problemas de la cotidianeidad; a algunos alcanza la muerte, sin distinción de edad, así es la vida, y ello Rosales lo narra sin aspavientos, con una mirada que demuestra conocer lo que hay en el corazón humano. “En general, creo que tenemos buenas intenciones los unos sobre los otros, aunque no siempre somos capaces de mostrar lo que pensamos y sentimos realmente”, declarará el director sobre el tema.
Que Rosales se siente responsable de su cine, y quiere decir algo al espectador, puede deducirse fácilmente de las palabras que pronunció cuando recogió el Goya. Él, padre de familia, casado y con dos hijas de 4 y 7 años, dedicó el premio a “esos niños, futuros cinéfilos, que son el futuro del cine”, toda una declaración de intenciones acerca del deseable lado educativo de las películas.
La buena acogida de su film, dentro de unas claves que reclaman un público inteligente y dispuesto a esforzarse para disfrutar de sus historias, empujan a Rosales a embarcarse en una película ambiciosa y radical, quizá demasiado, sobre todo por el tema –el terrorismo de ETA– y el enfoque casi de “performance”, de cine experimental puro y duro. Tiro en la cabeza sigue como desde lejos, con cámaras con teleobjetivo, las vivencias cotidianas de varias personas. Sin hilo narrativo, reconocemos su rutina diaria, y se supone que esto debe llevarnos a un estado de shock cuando finalmente estos tipos resultan ser terroristas que matan sin contemplaciones a unos guardias civiles, con los que se topan por azar. Explicaba Rosales que “hay que tener fe en el ser humano; hay que buscar nuevas ideas que nos permitan avanzar. A veces es necesario ser ingenuo para solucionar las cosas. Hay que huir del cinismo que todo lo ve imposible. Tampoco soy partidario de simplificar las cosas.” Sin duda que la noble intención del director es subrayar lo irracional e inhumano del asesinato, pero el modo de hacerlo no llegaba al espectador, aquello era hermético al principio, y demasiado elemental al final.
La honestidad es un rasgo que define a Rosales como persona y como cineasta. Buena muestra fue un artículo en el diario “El País”, donde no tenía empacho en reconocer una obviedad, pero que muchos de sus colegas niegan: en España “el cine español no goza de buena prensa” y el motivo que daba era elemental, “por que una parte importante del colectivo que lo representa se ha significado políticamente en exceso”.