Chevalier (2022), de Stephen Williams

A priori, la historia de Joseph Bologne de Saint-George (1745-1799), más conocido como Chevalier, es apasionante. Hijo de esclava negra y del dueño de una plantación nacido en Guadalupe, su progenitor le procuró una esmerada educación en la esgrima y la música, y en el mundo militar. Su talento como compositor y con el violín le permiten acceder a la corte de la reina María Antonieta antes de la revolución, e incluso aspirar a dirigir la Ópera de París. Pero claro, las envidias y los prejuicios raciales y de clase no le pusieron las cosas fáciles.

El director Stephen Williams, forjado en series televisivas como Perdidos, Vigilados: Person of Interest o Westworld, a partir de un guión de Stefani Robinson, desaprovecha estos atractivos mimbres, y entrega una cinta arrítmica y folletinesca, en la que cuesta suspender la incredulidad, comenzando por el arranque de un duelo de violín, en un teatro atestado de público, contra el mismísimo Wolfgang Amadeus Mozart, ridiculizado en el escenario, para que luego vengan los puristas y se quejen de Amadeus, esa joya fílmica dirigida por Milos Forman, a años luz del título que nos ocupa.

La cinta es una sucesión de escenas mal hiladas, donde hay cabida para incorporar a la madre del mujeriego protagonista, al fin liberada a la muerte del padre, y sugerir que qué pena que Chevalier no se inspirara en la música afrocaribeña, en vez de “blanquearse” en la corte de María Antonieta. El modo en que queda prendado por las dotes cantarina y algo más de Marie-Josephine, atrapada en un matrimonio sin amor, es otro ejemplo de querer “vender” sin gracia la situación de la mujer en la época. La verdad es que todo resulta muy risible, como la lucha con Christoph Gluck por hacerse con la Ópera de París, e incluso el modo en que se pronuncia mal en francés “liberté, égalité, fraternité”, cuando comparte ideales revolucionarios con el duque de Orleans.

Es una lástima que una producción tan lujosa y esforzada en su ambientación y hasta en imaginar una música perdida –aunque fallen las escenas de masas, ahí se acabó el presupuesto–, no se empeñe un poco más en cuidar la solidez de guión, que es lo que debería sostener el resto. Que nadie espere una lucha épica por los derechos humanos, o una historia de amor inolvidable e interracial entre los personajes de Kelvin Harrison Jr. y Samara Weaving, o un análisis de por qué cae la monarquía en Francia –sólo vemos a María Antonieta, Lucy Boynton, un actor menos para componer a su marido rey–, aunque a cambio tenemos al marido de opereta encarnado por Marton Csokas, con un clímax que se supone emocionante, pero en fin, corramos un tupido velo, y vayámonos con la música a otra parte.