Asedio (2023), de Miguel Ángel Vivas

Dani, novata en el cuerpo de policías antidisturbios, sufre una experiencia traumática, pues un anciano al que están desahuciando se suicida. Poco después, acude con su unidad a desalojar un bloque habitado por inmigrantes. En mitad del operativo, encuentra por casualidad un dineral escondido detrás de un armario. Decide quedárselo, pero pertenece a unos compañeros corruptos que no la permitirán salir fácilmente del lugar.

Miguel Ángel Vivas ha demostrado que sabe mover la cámara y componer imaginativos planos en títulos como Tu hijo, donde sin embargo no acababa de perfilar a los personajes. El mismo problema tiene con su nuevo trabajo, donde el guión, coescrito por él mismo, nos cuenta algo de la protagonista –sabemos que anda preocupada por su madre anciana y poco más–, pero nada del resto de quienes aparecen en pantalla, meros arquetipos. Intenta trascender el género denunciando las dificultades de los inmigrantes, pero se hace de forma estereotipada, pintando a todos los agentes policiales como inhumanos y codiciosos, lo segundo justificado en todo caso porque lo hacen por su familia. Nada que ver con los matizados antihéroes de Antidisturbios, de Rodrigo Sorogoyen. Por su parte, quienes han cambiado de país huyendo del hambre se presentan como bonachones sin fisuras, y se denuncia que sufren el racismo institucional y están condenados a trabajos que nadie quiere. Todo lo que viene de África resulta fascinante, pero no lo que procede de España, cuya bandera se utiliza en un momento dado para hacer un cóctel molotov con el que se defienden los marginados.

Así las cosas, el film arranca bien, con una secuencia emotiva, donde la protagonista le pone a su progenitora una canción de Cecilia, y después impacta la llegada al edificio donde transcurre el resto de la trama, con un plano secuencia que trae a la memoria Atenea, de Romain Gavras. También se logra una enorme tensión en el momento en el que Dani se esconde y graba un asesinato desde un agujero. A partir de ahí todo va hacia abajo, y resulta reiterativo. En este contexto, tiene mérito Natalia de Molina insuflando vida a su personaje, casi siempre sólo con la mirada. Los secundarios no pueden arreglar los suyos, demasiado desdibujados.