El imperio de la luz (2022), de Sam Mendes

Principios de la década de los 80, en una ciudad costera del Sur de Inglaterra. Casi a pie de playa está el Empire, un palacio de cine con dos salas, con un gerente, Donald, una encargada, Hilary, un proyeccionista, Norman, el segundo, Neil, y otros empleados que se encargan de la taquilla, recoger las entradas, limpiar las salas, etcétera. Conforman una peculiar familia, donde destaca Hilary, figura de mando y autoridad, pero a la vez taciturna y muy suya, y de la que se “beneficia” Donald, a pesar de estar casado, con frecuencia la llama a su despacho para eso. La llegada de un nuevo empleado negro, el joven aspirante a estudiar arquitectura Stephen, cambia el paisaje. La vulnerable Hilary se siente atraído por el recién llegado, simpático e ingenuo, y empatiza además con las discriminaciones que sufre en el día a día por el color de su piel. Iniciarán con discreción una apasionada relación, poco convencional por la diferencia de edad, y por ser interracial. ¿Pero tiene eso algún futuro?

Sam Mendes escribe y dirige un film que asegura es muy personal, no sólo por ser un canto de amor al cine en salas, sino porque la época de Thatcher que retrata, con convulsiones sociales y choques raciales, la habría vivido él en su juventud. En tal sentido conectaría con 1917, donde homenajeaba a su abuelo, quedando atrás sus filmes de evasión de James Bond; aunque tal vez más clara es la relación con sus películas sobre relaciones personales difíciles de American Beauty y Revolutionary Road.

Aunque interesante, el resultado es algo irregular. Tiene encanto el dibujo del equipo trabajador de unos cines, la sala del proyeccionista a modo de santuario sagrado, el acarreo de latas de celuloide, o la experiencia de “mi primera película”; el preestreno provinciano de Carros de fuego, las salas inutilizadas y convertidas en palomar, la visión de los fuegos artificiales a final de año, tocarán sin duda la fibra del espectador cinéfilo sensible. Y aquí el esfuerzo de dirección artística y fotografía es más que notable, despertando la nostalgia. En cambio en la narración hay algún avance abrupto, caídas de ritmo, y el telón de fondo político se hace notar demasiado, tiene algo de ajuste de cuentas demasiado obvio.

En el haber del film hay que anotar que se logra imprimir verosimilitud a lo que parece una relación imposible, y ello sin desvelar las cartas de inmediato, acerca de los pasados de Hilary y Stephen. Aquí Mendes se mueve en un arriesgado filo de la navaja, pero su habilidad de cineasta y los buenos trabajos de Micheal Ward, y sobre todo Olivia Colman, obran el milagro; mientras que la pléyade de actores secundarios está sensacional, especialmente Toby Jones como el proyeccionista, Colin Firth logrando que su antipático personaje nos resulte humano, y Tom Brooke imprimiendo simpatía al empleado que se fija en todo.