Todos somos necesarios (1956), de José Antonio Nieves Conde

Un médico, un funcionario y un ladrón salen de la cárcel, donde cada uno ha cumplido condena por delitos diversos. Experimentan sensaciones agridulces al tratar de recuperar la normalidad, que comienzan a experimentar cuando suben a bordo de un tren, en una estación provinciana, donde el resto de viajeros les miran con prevención. Es lo más crudo del crudo invierno, y el paisaje se encuentra nevado. El tren deberá detenerse, lo que coincide con una situación crítica, pues un niño con altas fiebres requiere una operación de urgencia. Y el médico ex presidiario se resiste a intervenir, está amargado y encontrándose inhabilitado, teme perder definitivamente sus posibilidades para volver a ejercer de nuevo la medicina.

El director José Antonio Nieves Conde (Surcos) lanza una interesante crítica a los prejucios de clase, y a lo fácilmente que nos dejamos arrastrar por las opiniones de los demás, cuando estamos en grupo. Lo que, oh, paradoja, contrasta con la solidaridad espontánea para echar una mano en la improvisada operación médica.

Se trata de una película coral, con gran reparto que representa el amplísimo espectro de la condición humana, con mezquinos millonarios que engañan a sus mujeres, sencillos maquinistas, o brutos presos pero honrados –como Iniesta, estupendo Folco Lulli–, un abnegado sacerdote, que se ofrece a operar sustituyendo al médico, aunque no sea un profesional, o este doctor, muy bien interpretado por Alberto Closas.